enero 28, 2008

Editorial ABC Color: La politiquería pudre al país por la apatía de los ciudadanos

La práctica política llevada en su peor manera suele llamarse politiquería. A esta politiquería, que hace tanto tiempo es lo único que nuestros principales políticos saben hacer, hay que achacarle tanto los grandes como los pequeños males que acogotan a nuestro país. Desde la falta de reglas y de autoridad del Estado en diversas zonas de nuestra geografía, hasta el comportamiento venal, irresponsable y antipatriótico de sus más altos funcionarios en los manejos de los intereses superiores de la nación.

Recorriendo el interior se puede apreciar el panorama desolador que presentan nuestros pueblos y ciudades, empantanados en décadas y décadas de atraso en todos los órdenes. Sus municipalidades vegetan paralizadas por mala administración de sus recursos y de aptitud e interés de sus gobernantes locales, pobladas de centenares de funcionarios que cobran salarios, pero que no hacen nada. Muchos intendentes, pese a contar con las ingentes entradas que anualmente les provee el impuesto inmobiliario, andan mendigando royalties de Itaipú y donaciones benéficas de DIBEN o de organizaciones no gubernamentales (las cuales, a su vez, se nutren del raquitismo de estos y otros organismos públicos), para ver si logran realizar parcialmente algún proyecto de los muchos que prometieron en sus campañas electorales.

Lo más lamentable es que los ciudadanos se fueron acostumbrando a la inoperancia, a la politiquería y sus desastrosos resultados, y en vez de reaccionar con energía y determinación contra las autoridades irresponsables o inútiles, se tornaron escépticos y abúlicos. La gente ni siquiera quiere tomarse la molestia de denunciar a la Policía hechos delictivos de que son víctima, porque “para qué perder el tiempo en trámites inútiles”. Mucho menos tiene ánimo para unirse y movilizarse para protestar contra las muchas otras formas de la defección en sus obligaciones de nuestros políticos y de sus subalternos.

Las calles, rutas, banquinas, plazas, veredas y otros espacios públicos que se observan a lo largo del país son un espejo que refleja ante quien quiera ver la ausencia de gobierno, la falta de política en su acepción correcta, es decir, de interés por las causas y los intereses comunes. Pavimentos destrozados, banquinas llenas de basura arrojada por protegidos de las autoridades municipales que montan “servicios” clandestinos de recolección de desechos, espacios comunitarios alquilados o cedidos a avisos publicitarios o comerciantes particulares, “paradas de taxi” inventadas para que los amigos de los concejales puedan alquilar sus lugares; y así la lista de las barbaridades que se cometen en todas las localidades podría extenderse mucho más.

En Asunción y alrededores los problemas urbanísticos son aun peores. Las calles de Luque y de Lambaré, por poner dos ejemplos cercanos, son una verdadera vergüenza; sería una insensatez llevar a un extranjero a recorrer esos lugares, al menos si se le quiere convencer de que invierta su capital en este país. La Essap no arregla las bocas de tormenta de las principales avenidas de Asunción desde hace por lo menos treinta años; sus tapas están salidas de lugar, rotas o desniveladas, sus bordes deteriorados y, en algunos casos, ya no son más que fosas llenas de tierra y basura, al tiempo de convertir las calles en arroyos que luego dejan baches como si fuera un paisaje lunar. Y eso que se trata de obras de mantenimiento de tamaño y costo insignificantes. ¿Qué se puede esperar de las de gran envergadura, como el desagüe pluvial o la construcción de nuevas avenidas o ampliación de las existentes?

La explicación de toda esta desidia y desinterés por la imagen del país, de su ciudad y de su administración que se advierte en los directores de Essap y otras empresas estatales, en intendentes y concejales, así como en los funcionarios públicos en general, radica en la politiquería. No les interesa en absoluto cumplir su tarea, porque no responden a la ciudadanía; saben que la comunidad no tiene fuerza para reclamarles, para hacerles pagar por su negligencia o deshonestidad, ni siquiera para avergonzarlos públicamente. A estos funcionarios les interesa más responder a sus jefes partidarios que les instalaron en el cargo o les admitieron en su movimiento o lista “oficial”. Les importa un rábano el pueblo y sus obligaciones para con él.

Las consecuencias de esta sucia manera de hacer política que arrastramos hace seis décadas están a la vista. Nuestro país sale último o penúltimo en cuanta tabla estadística se elabore sobre cualquier deficiencia en el Tercer Mundo. Sea en el desarrollo global, en la educación, en la salud pública, en la infraestructura, en la formación profesional, en protección de minorías o de desvalidos, en actividades culturales, siempre tenemos los números rojos más humillantes del déficit mundial.

Continuar por este errado camino implicará, por supuesto, hundir cada vez más al país en el atraso y la consideración internacional. A pesar de los abundantes recursos naturales que poseemos, nos ven como una especie de mendigo al que hay que ayudar a salir de la miseria, sabiendo que nada cabe esperar respecto a que nos ayudemos a nosotros mismos. Las potencias vecinas se ríen de nuestros reclamos más legítimos y nosotros carecemos de la mínima fuerza moral para hacernos respetar. Nuestros gobernantes prefieren dejarse sobornar y disfrutar alegremente de sus fortunas malhabidas en vez de defender nuestros intereses y reclamar nuestros derechos conculcados, como es su obligación.

Si la propia ciudadanía no se sacude de su indiferencia y se levanta con energía y perseverancia contra la politiquería y los politiqueros, no nos quedan muchas esperanzas en el Paraguay, pues no vendrá del cielo un ángel justiciero a hacer por nosotros –los ciudadanos– lo que es nuestra tarea y responsabilidad primera: salvarnos nosotros mismos de nuestros propios verdugos. Hasta ahora no lo hacemos solo por haraganes.

Fuente: ABC Color

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